Habrá quienes no logren saborear el cine de Baz Luhrmann. Pero tras nueve años de ausencia en la pantalla grande (El gran Gatsby), uno entiende por qué es tan necesario para la industria. El nacido en Australia caracteriza su cine por ese incesante y excesivo desfile de imágenes, sonidos y elementos que podrían convertirlo en un exponente moderno del barroco. Y aunque en ocasiones su estilo es su mayor virtud y su mayor pecado, en su nueva película, Elvis, su mano autoral, sin duda, es una virtud tan efervescente y estimulante como la figura musical al centro.
Aunque Elvis es una película que consigue marcar todas las casillas características de una biopic, existe también ese dejo de singularidad que hace del todo una experiencia memorable. Atrás quedan las narrativas propias de la biopic. Lo que muchos podrían plantear como aburrido o usual, no existe en este filme. Lo mejor de todo esto es que la intención le hace justicia al mito de Elvis Presley. Luhrmann consigue que el espectador comprenda por qué el malogrado cantante es una figura preponderante para la historia de la música.
Una vez transcurridos los primeros minutos, uno acepta que la película no dará tregua. Sus imágenes y su montaje son tan estimulantes como la parte emocional de la historia y sus personajes. Aunque la idea es contar la historia de Elvis Presley, el guion elige contarla a partir de otra perspectiva. Durante años el cantante ha sido recordado como una figura mítica e inalcanzable. En ese sentido es acertado que en esta cinta él no sea el protagonista de su propia historia. Aquella mirada impersonal mantiene la ilusión de observar el resplandor de alguien que está más allá de nosotros mismos y de cualquiera.
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